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HOMILÍA PARA EL GRAN VIERNES (VIERNES SANTO) Por San Nikolaj Velimirovich




HOMILÍA PARA EL GRAN VIERNES

(VIERNES SANTO)

Por San Nikolaj Velimirovich

¡Cristo en el Gólgota! ¡El Salvador en la Cruz! ¡El Justo en medio del sufrimiento! ¡El Amigo de los hombres matado por los hombres! Que se avergüence el que tenga conciencia. Que llore el que tenga corazón. Que reflexione el que tenga inteligencia. Entre los millones de acontecimientos que ocurren a diario en el vasto universo que nuestros ojos observan y nuestros oídos escuchan, ¿con cuál de ellos se podría comparar este crimen sin nombre en el Gólgota? ¿Con la escena de un cordero en medio de lobos hambrientos? ¿O de un niño inocente que cae en las garras de un rey perverso? ¿O de un inventor que cae en la máquina que él mismo construyó, torturado hasta la muerte bajo sus ruedas? ¿O a Abel, asesinado por su hermano? En aquel caso, un pecador mayor mató a un pecador menor, mientras que aquí se trata de un crimen cometido sobre un hombre libre de pecado. ¿O quizás a José, vendido por sus hermanos en Egipto? Ése es un pecado cometido contra un hermano, no contra un benefactor; éste es un pecado contra el Benefactor. ¿O tal vez al justo Job, cuyo cuerpo Satanás convirtió en pus fétido y pasto de gusanos? Allí Satanás el malvado se enfrenta a una criatura de Dios; aquí es la criatura la que se enfrenta a su Creador. ¿O quizás con el admirable David, contra el que se rebeló su hijo Absalón? Pero aquel es un castigo menor de Dios por el gran pecado de David; ¡aquí es el justo, el más grande de los grandes justos, que es sometido al mayor de los martirios!

El samaritano misericordioso, que había salvado a la humanidad de las heridas infligidas por los malhechores, cayó él mismo en manos de malhechores. Siete tipos de malhechores lo cercaron. La primera clase de malhechores está representada por Satanás, la segunda por los jefes y gobernantes del pueblo judío, la tercera por Judas, la cuarta por Pilatos, la quinta por Barrabás y el ladrón impenitente en la cruz, y la séptima, por el ladrón arrepentido en la cruz. Detengámonos un momento para examinar a esta banda de malhechores en medio de la cual el Hijo de Dios cuelga crucificado, ensangrentado y cubierto de heridas.

El primer lugar lo ocupa Satanás, el ser más malévolo para la raza humana. Es el padre de la mentira (Juan 8:44) y el mayor de los malhechores. Ha sometido a la humanidad a dos tipos de pruebas para destruirla: la lujuria y el sufrimiento. Al principio, había puesto a prueba al Señor con deleites, poder y riqueza; ahora, al final, lo pone a prueba con el sufrimiento. Después de ser derrotado y humillado en la primera prueba, había dejado al Señor y se había alejado de Él. De hecho, no le había abandonado del todo, se había distanciado de él hasta el tiempo determinado (Lucas 4:13). Y ahora vuelve a manifestarse. Ahora no le sirve aparecer de forma abierta y visible; actúa a través de los hombres, de los hijos de las tinieblas, cegados por la gran luz de Cristo, que se han abandonado en manos de Satanás, convirtiéndose en sus instrumentos contra el Señor Cristo. Pero él está ahí, cerca de cada lengua que blasfema a Cristo, de cada boca que escupe sobre su purísimo rostro, de cada mano que lo azota y lo hiere con la corona de espinas, y de cada corazón que arde con el fuego de la envidia o del odio hacia Él.

La segunda clase de malhechores la ocupan los jefes del pueblo judío, los dirigentes políticos, religiosos e intelectuales de ese pueblo. Es decir, los escribas, los fariseos, los saduceos y los sacerdotes. A la cabeza estaba el rey Herodes. La acción criminal contra el Señor fue impulsada por los celos y el miedo, la envidia hacia alguien más poderoso, más avanzado y mejor que ellos, y el miedo a perder la posición, el poder, los honores y la riqueza si todo el pueblo se ponía del lado de Cristo. Bien veis que no adelantáis nada. Mirad cómo todo el mundo se va tras Él (Juan 12:19), decían, lamentándose de su impotencia, llenos de envidia y miedo. ¿En qué sentido su acción fue criminal? Lo fue porque lo arrestaron y lo mataron sin interrogarlo ni condenarlo en un proceso judicial. En el Evangelio está escrito: Entonces los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del pontífice que se llamaba Caifás, y deliberaron prender a Jesús con engaño, y darle muerte (Mateo 26:3-4). Así pues, no se reunieron para acusarle ante un tribunal y denunciar su supuesta culpabilidad, para que el tribunal pudiera juzgarle, sino para apoderarse con engaño de Jesús para darle muerte. Cuando Nicodemo, que era un amante de la justicia, propuso que el Señor fuera escuchado primero ante un tribunal, y dijo: ¿Permite nuestra Ley condenar a alguien antes de haberlo oído y de haber conocido sus hechos?, rechazaron esa propuesta con recriminaciones y burlas (Juan 7:50-52).

El tercer malhechor es Judas, triste y deplorable apóstol. Satanás había planeado derramar la sangre de Cristo por odio a Dios y a los hombres; los sumos sacerdotes y los ancianos habían hecho lo mismo por envidia y miedo; Judas se había unido a Satanás y a los dirigentes del pueblo por amor al dinero. El crimen de Judas consistió en traicionar a su Maestro y Benefactor por treinta sucias monedas. Él mismo admitió su crimen ante esos mismos jefes del pueblo que lo habían contratado para cometer ese acto de traición. Entonces viendo Judas, el que lo entregó, que había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Pequé, entregando sangre inocente. Pero ellos dijeron: A nosotros ¿qué nos importa? tú verás. Entonces, él arrojó las monedas en el Templo, se retiró y fue a ahorcarse. (Mateo 27:4-5). Su muerte repugnante atestigua en su contra, pues de él está escrito: Judas, el que condujo a los que prendieron a Jesús, [... ] habiendo, pues, adquirido un campo con el premio de la iniquidad, cayó hacia adelante y reventó por medio, quedando derramadas todas sus entrañas (Hechos 1:18).

El cuarto malhechor es Poncio Pilatos, el representante del emperador en Jerusalén; es también el enigmático representante del mundo pagano, ateo, en la condena del Dios-Hombre. Despreciaba a los judíos tanto como él era despreciado por ellos. Al principio no quiso intervenir en el juicio que le hacían a Cristo. Dijo a los que le acusaban: Tomadle y juzgadle según vuestra ley (Juan 18:31). Después se puso del lado de Cristo y, tras interrogarlo, dijo a los judíos: No encuentro en él ningún motivo de condena (Juan 18:38). Finalmente, asustado por la amenaza: Si lo sueltas, no eres amigo del César (Juan 19:12), decidió que se hiciese según su petición (Lucas 23:24) y ordenó que Cristo fuera azotado y crucificado. El crimen de Pilatos consistió en que pudo, pero no quiso, defender al Justo. Además había dicho al Señor: ¿No sabes que tengo poder para liberarte y tengo poder para crucificarte? Con esta confesión, Pilatos asumió para toda la eternidad el peso de la responsabilidad de haber matado a Cristo. ¿Qué impulsó a Pilatos a cometer semejante crimen y qué le hizo caer en el grupo de los demás malhechores? La pusilanimidad y el miedo: pusilanimidad para defender la justicia y miedo a perder su posición y la buena voluntad del César.

El quinto malhechor es Barrabás. En ese momento Barrabás había sido encarcelado a causa de una sedición en la ciudad y por homicidio (Lucas 23:19). Para esos crímenes, tanto la ley judía como la romana preveían la muerte. Personalmente y conscientemente, no había cometido ningún pecado contra Cristo. Los que pecaron fueron los que lo prefirieron a Cristo.

Sacrificando al malhechor Barrabás, Pilatos pensaba salvar a Cristo de la muerte; pero los judíos, sacrificando al inocente Cristo, salvaron a Barrabás. De hecho, Pilatos hizo que los judíos eligieran, dándoles la libertad de elegir entre Cristo y Barrabás. Y eligieron al que se les parecía. Entre Dios y el malhechor, los malhechores eligieron salvar al malhechor.

El sexto y el séptimo malhechor fueron los ladrones que, en el Gólgota, fueron colgados cada uno en la cruz, uno a la derecha y otro a la izquierda de Cristo, como había profetizado y anunciado el profeta Isaías: Y fue contado entre los facinerosos (Isaías 53:12). Uno de aquellos ladrones, incluso en medio de los dolores de la muerte, pronunció blasfemias, el otro elevó una plegaria. Aquí tenemos dos hombres en una posición similar: los dos están clavados en la cruz, los dos no esperan nada más de este mundo en el momento de abandonarlo. Sin embargo, ¡qué diferencia entre ellos! Ésta es la respuesta a todos los que claman: "¡Pongan a los hombres en la misma situación material, concédanles los mismos honores y bienes, y todos serán iguales espiritualmente!" Uno de los dos ladrones a punto de morir, se burla del Hijo de Dios: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros también (Lucas 23:39) Mientras que el otro suplica al Señor: ¡Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino (Lucas 23:42) En uno, los dolores de la cruz mataron el cuerpo y el alma, mientras que en el otro mataron el cuerpo pero salvaron el alma. La Cruz de Cristo provocó la insolencia de uno y contribuyó a la salvación del otro.

Tales eran los malhechores que rodeaban a Cristo. Pero, ¡oh bondad divina!, antes de condenar a esos malhechores que clavaron al Señor del amor en la cruz, ayúdanos a analizar nuestra propia vida y a preguntarnos si no pertenecemos al mismo grupo de malhechores. ¡Ah, si al menos fuéramos como ese séptimo malhechor, el que se arrepintió en la cruz y, en medio del sufrimiento físico, buscó y encontró la salvación para su alma pecadora!

Si alguien respira odio hacia Dios y hacia los hombres, es el compañero más cercano de Satanás y su arma más afilada.

Si alguien está lleno de envidia para con los hombres que agradan a Dios y para con los siervos de Cristo, es tan criminal y deicida como Herodes, Anás y Caifás (Hechos 4) y todos los demás jefes y ancianos del pueblo judío.

Si alguien se deja llevar por el amor al dinero, no está lejos de traicionar a Dios, y su compañero más cercano, en el grupo de malhechores de este mundo, es Judas.

Si alguien carece de fortaleza para defender a los justos y teme tanto por su posición y comodidad como para aceptar matar a un justo, es tan criminal como Pilatos.

Si alguien suscita una revuelta y hace que se derrame la sangre de los hombres, y otro padece en su lugar, como resultado de un error judicial o de la maldad de los hombres, es tan criminal como Barrabás.

Si alguien blasfema de Dios durante toda su vida, de obra o de palabra, y sigue blasfemando incluso en la hora de su muerte, es, de hecho, el hermano espiritual del ladrón que blasfemó en la cruz.

Pero bienaventurado el que, en medio del sufrimiento por sus pecados, no blasfema ni condena a nadie, sino que se acuerda de sus pecados e implora a Dios el perdón y la salvación. Bienaventurado ese séptimo malhechor, que comprendió que había merecido sus sufrimientos en la cruz a causa de sus pecados, y que los sufrimientos del inocente Salvador eran inmerecidos y que los padecía por los pecados de otros hombres; se arrepintió, imploró la misericordia de Dios, y resultó ser el primero en entrar en el paraíso de la vida eterna junto con el Salvador. Por medio de él nos llegaron tres revelaciones: el carácter salvífico del arrepentimiento, incluso en la hora de la muerte, el carácter salvífico de la plegaria dirigida a Dios, y la rapidez de la misericordia de Dios. Ese malhechor dejó un ejemplo admirable para todos nosotros, que nos hemos contaminado con el pecado, que nos hemos alejado de Dios y nos hemos sumado a los criminales. Todo pecado es un crimen contra Dios, y quien comete un solo pecado es un criminal más, es decir, un siervo de Satanás. Que nadie, por lo tanto, en medio de los sufrimientos pierda la paciencia, no vaya a ser que sus sufrimientos le impidan alcanzar la salvación. Pero que ilumine las tinieblas del sufrimiento reflexionando en sus pecados, en el arrepentimiento y la plegaria. Así, esos sufrimientos no le llevarán a la ruina, sino a la salvación.

Ahora que hemos visto a todos los malhechores que rodean a Cristo el Señor, detengámonos un momento ante el Señor mismo y veamos cómo se sitúa en medio de esos criminales. Detengámonos, primero, en el huerto de Getsemaní, donde los discípulos cansados se han adormecido y donde el Señor se arrodilla para orar y luchar: Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lucas 22:42-43). La divinidad de Cristo es inseparable de su humanidad, y ante nuestros ojos unas veces se manifiesta una y a veces la otra. Cuando lo miramos como un niño débil en la gruta, vemos al hombre. Cuando lo miramos en la huida a Egipto o en su larga actividad silenciosa en Nazaret, volvemos a ver al hombre. Cuando lo vemos sediento, hambriento y agotado por los viajes, vemos al hombre. Pero cuando lo vemos resucitando a los muertos, multiplicando los panes, curando a los endemoniados y a los leprosos, calmando las tormentas, deteniendo los vientos, caminando sobre el agua como si fuera el suelo, entonces, en verdad, no vemos a un hombre sino a Dios. En el huerto de Getsemaní lo vemos, al mismo tiempo, como Dios y como hombre. Como Dios, pues mientras los tres mejores hombres del mundo, sus tres primeros apóstoles, se han dormido de cansancio, Él sigue sin cesar rezando de rodillas. Como Dios, pues ¿quién podría tener la audacia de dirigirse a Dios como Padre, sino Él, el Único, que como Hijo tomó conciencia de su identidad en esencia con Dios Padre? Como Dios, pues ¿quién de entre los mortales se habría atrevido a decir que a su llamada se reunirían a su alrededor más de doce legiones de ángeles (Mateo 26:53)? Como hombre, porque fue como hombre que se arrodilló en el polvo de la tierra para orar; fue como hombre que transpiró de dolor; fue como hombre que luchó consigo mismo, que tuvo miedo del sufrimiento y de la muerte; fue como hombre que oró para que el cáliz amargo se alejara de Él.

¿Quién puede describir y medir el dolor de Cristo en aquella terrible noche antes de la Crucifixión? ¡Dolor del alma y del cuerpo! Si en la Cruz el dolor físico fue mayor, aquí el dolor espiritual fue más fuerte. Pues se dice que comenzó a atemorizarse y angustiarse (Marcos 14:33). Se trata de una angustia interior, espiritual; es una explicación con el Padre; es una consulta misteriosa de un hombre con la Santa y Divina Trinidad sobre un tema del que depende todo el mundo creado, desde su origen hasta su fin. Por un lado, el terrible dolor de un hombre cuyo sudor de sangre cae al suelo en la fría noche y, por otro, el plan de Dios para la salvación de los hombres. Estos dos planos estaban en conflicto y había que reconciliarlos. El hombre clamó: ¡Abba, Padre! ¡todo te es posible; aparta de Mí este cáliz; y el Dios-Hombre añadió: Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lucas 22:42). Pero Dios había decidido que el cáliz tenía que ser bebido. Y cuando el hombre se reconcilió con la decisión de Dios, la paz volvió a su alma, una paz nunca vista en la tierra, que no podía ser alterada por la traición, los escupitajos, las burlas, los golpes, la corona de espinas, las mentiras, las calumnias, la ingratitud, todo el demencial tumulto que lo rodeaba, ni siquiera por el sufrimiento en la Cruz. El Señor Jesús obtuvo la principal victoria sobre Satanás en el huerto de Getsemaní, y la obtuvo en la obediencia a Dios Padre. Fue como resultado de su desobediencia a Dios que Adán fue derrotado por Satanás; fue por medio de su obediencia a Dios que Cristo derrotó a Satanás y salvó a Adán y a la raza humana. En el jardín del paraíso, Satanás derrotó al hombre; en el huerto de Getsemaní, el hombre derrotó a Satanás. Es esa angustia la que evoca el evangelista Marcos. Era necesario que el hombre triunfara, el hombre y no Dios, para que todos los hombres tuvieran ante sí un ejemplo de lucha y de victoria, un ejemplo humano que pudiera sostenerlos. Es por eso que Dios dejó que el hombre Jesús luchara con Satanás y todo su poder, de ahí el espantoso dolor que tuvo que soportar; de ahí también el grito: ¡Aparta de mí este cáliz! De ahí también el sudor —y su sudor fue como gotas de sangre— que caía del rostro del hombre: el espíritu dispuesto está mas la carne es débil (Mateo 26:41). Y el espíritu obtuvo la victoria, primero sobre el cuerpo y, luego, también sobre Satanás. Tal vez Satanás no pudo entender que había sido totalmente derrotado en el huerto de Getsemaní; siguió regodeándose al ver al Señor burlado, crucificado y condenado a muerte. Pero cuando el Señor, por medio de la muerte y el sepulcro, descendió como un rayo al reino de Satanás, éste aprendió que su supuesta victoria en el Gólgota no era más que la conclusión de su derrota en el huerto de Getsemaní.

El Señor Jesús tuvo hambre y sed como un hombre; experimentó la fatiga como un hombre; comió y bebió como un hombre; caminó y habló, lloró y se alegró como un hombre, y sufrió del mismo modo. Nadie, entonces, tiene derecho a decir que le fue fácil sufrir porque era Dios; "pero yo", dicen esas personas, "¿cómo voy a soportar tales sufrimientos?" Semejante discurso es sólo un pretexto, que proviene de la ignorancia y la pereza espiritual. De hecho, no le fue fácil a Cristo sufrir, pues no sufrió como Dios, sino como hombre. Y tanto más difícil fue para Él sufrir cuanto que era inocente y sin pecado, mientras que nosotros somos culpables y pecadores. No olvidemos nunca que cuando sufrimos, sufrimos por nuestros pecados. El Señor Jesús no sufrió debido a sí mismo y para sí mismo, sino debido a los hombres y para los hombres, debido a multitudes de hombres y por todos los pecados de los hombres. Si un solo pecado llevó a Adán a la muerte, si un solo pecado puso la marca eterna de la vergüenza en la frente de Caín, si dos o tres pecados acarrearon tanto sufrimiento a David, si muchos pecados causaron la destrucción de Jerusalén y condujeron a Israel a la esclavitud, entonces pueden imaginarse ustedes qué sufrimientos tuvo que soportar Él, sobre quien se acumularon todos los pecados de los hombres de todos los siglos y de todas las generaciones. Eran pecados terribles, que hacían que la tierra se abriera y se tragara a los hombres y a los animales; eran pecados que conducían a la ruina de las ciudades y de los pueblos; eran pecados que acarreaban inundaciones, hambre y sequía, invasiones de langostas y de orugas; eran pecados que provocaban guerras entre los hombres, devastación y destrucción; eran pecados que abrían las puertas del alma humana y llenaban a los hombres de espíritus demoníacos; eran pecados ante los cuales el sol se oscurecía, los mares se arremolinaban y los ríos se secaban. ¿Qué más hay que enumerar? ¿Podemos contar la arena del mar y la hierba del campo? Todos esos pecados, cada uno de los cuales es tan mortífero como el veneno de la serpiente más ponzoñosa —pues la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23)—, todos esos pecados, hasta el último, se volcaron sobre un hombre inocente: Jesús. Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, a fin de que nosotros, muertos a los pecados, vivamos para la justicia (1 Pedro 2:24). ¿Qué tiene entonces de asombroso que el sudor cayera de su frente como gotas de sangre? ¿Qué tiene de asombroso que rogara: Aparta de mí este cáliz?. A la verdad, apenas hay quien entregue su vida por un justo; alguno tal vez se animaría a morir por un bueno. Mas Dios da la evidencia del amor con que nos ama, por cuanto, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Romanos 5:7-8). Imagínense ustedes que son llevados a la muerte por un hombre justo, y verán lo terrible que es eso. Pero imagínense en un potro de tortura por un criminal, y por un criminal que ha cometido crímenes contra ustedes; ¡imagínense que los llevan a la muerte para asegurar su salvación! Basta con pensar en esto, para que sientan que el sudor les corre por el cuerpo. Entonces tendrán ustedes una idea del sudor de sangre de Cristo. Entonces, asustados, atontados, desamparados, exclamarán: ¡Aquí hay un hombre que es Dios!

He aquí al hombre (Juan 19:5), exclamó Pilatos delante de la turba judía, señalando a Cristo con la corona de espinas y el manto de púrpura. ¿Por qué gritó esto Pilatos? ¿Fue por admiración por la dignidad, la calma y el silencio de Cristo, o con la intención de provocar la compasión de los judíos? Tal vez ambas cosas. Nosotros también exclamamos: ¡He aquí al hombre! He aquí el hombre verdadero, auténtico, admirable, tal como Dios lo había imaginado cuando concibió a Adán. He aquí el hombre modesto, humilde y obediente a la voluntad de Dios, como lo fue Adán antes del pecado y la expulsión del Edén. He aquí el hombre sin odio ni maldad, dotado de una paz inquebrantable en medio de la tormenta del odio y la maldad humana y demoníaca. Su lucha terminó en el huerto de Getsemaní, cuando por tercera y última vez clamó a su Padre: Hágase la voluntad tuya (Mateo 26:42); la paz se estableció entonces en su alma. Esa paz le dio esa dignidad que irritó a los judíos y despertó la admiración de Pilatos. Sometió su cuerpo a la voluntad de su Padre, tan pronto como entregó su espíritu en sus manos. Sometió completamente su voluntad humana a la voluntad divina de su Padre celestial. Sin querer hacer daño a nadie, el Cordero sin maldad se tambaleó bajo el peso de la Cruz del Gólgota. No era tanto el madero de la cruz lo que le pesaba como los pecados del género humano, que iban a ser clavados en ese madero junto con su cuerpo.

Pero, ¿qué decimos cuando afirmamos que Cristo, en esas horas terribles, no quería hacer daño a nadie? Al decir esto, sólo estamos diciendo la mitad de la verdad. En efecto, sólo quería el bien para todos y cada uno. Pero incluso al decir esto no estamos diciéndolo todo: no sólo quería el bien, sino que hasta su último aliento trabajó por el bien de los hombres. Incluso en la Cruz trabajó por el bien de los hombres, por el bien de los que lo habían clavado en el madero. Todo lo que pudo hacer por ellos en medio del sufrimiento en la Cruz, lo hizo; de hecho, les perdonó su pecado.

Padre, perdónalos: porque no saben lo que hacen (Lucas 23:34). Esto no es sólo un buen deseo, es una buena obra. La mayor obra buena que los hombres pecadores pueden pedir a Dios. En la Cruz, tan cerca de la muerte, encogido por el dolor, el Señor está enteramente preocupado por la salvación de los hombres. Excusa a los hombres por su ignorancia. Ruega por los malhechores que lo traspasaron con hierros y lo atravesaron con sus lanzas. Incluso crucificado, cumple los grandes mandamientos que dio a los hombres: el mandamiento de la oración continua, el mandamiento de la misericordia, el mandamiento del perdón, el mandamiento del amor. ¿Ha caído alguien alguna vez en manos de malhechores y ha rezado por el bien de esos malhechores, por su salvación, se ha preocupado por su bien y ha excusado sus fechorías? Incluso los mejores hombres, que cayeron en manos de ladrones, rezaron a Dios sólo por su salvación, pensando en su propio bien, preocupándose sólo por ellos mismos, mientras se justificaban. Incluso el más justo de los hombres antes de Cristo no podía alcanzar esa altura en que se reza por los enemigos. Todos llamaban a Dios y a los hombres en su auxilio y pedían venganza contra sus enemigos. Y aquí está el Señor disculpando a sus enemigos, preocupándose por ellos, perdonándolos y rezando por ellos. ¡Y nosotros por cuántos actos insignificantes guardamos rencor! ¡Por cuántos actos insignificantes nos hemos encolerizado y buscado venganza, nosotros que todos los días provocamos la ira divina al transgredir sus santos mandamientos con pensamientos impuros, intenciones impuras o actos injustos! Ninguno de nosotros puede ser llamado hombre si no ama a los hombres. Sólo el amor por los hombres puede hacernos hombres, hombres rectos y auténticos. En vano miramos al Señor en la Cruz, en vano escuchamos su última oración por los pecadores si no amamos a nuestros hermanos; de lo contrario, también nosotros nos encontramos en compañía de los criminales que lo condenaron injustamente y le dieron muerte. Por lo tanto, no sólo debemos estar llenos de admiración por el Señor amigo de los hombres, sino también llenos de vergüenza si esta oración en la Cruz nos concierne también a nosotros.

"Cuanto mayor es el amor, mayor es el sufrimiento", dijo San Teodoro el Estudita. Si no somos capaces de concebir la inmensidad del amor del Señor Jesús por nosotros, intentemos concebir la inmensidad de su martirio por nosotros. Su martirio por nosotros fue tan grande y tan terrible que la misma tierra lo sintió y se estremeció; también el sol lo sintió y se oscureció; y las piedras se hendieron; y el velo del templo se rasgó en dos; y los sepulcros se abrieron; y los muertos resucitaron, y el centurión al pie de la Cruz reconoció al Hijo de Dios, y el ladrón en la Cruz se arrepintió. Que nuestros corazones no sean más ciegos que la tierra, más duros que las piedras, más insensibles que los sepulcros y más muertos que los muertos. Más bien, arrepintámonos como el Ladrón en la Cruz, y veneremos al Hijo de Dios como el Centurión de Pilatos al pie de la Cruz. Afín que también nosotros, en compañía de muchos santos hermanos y hermanas, seamos redimidos de la muerte por el martirio de Cristo, purificados por su purísima sangre, recibidos entre sus santos brazos extendidos y hechos dignos de su Reino inmortal. El que descuide esto, permanecerá en esta vida en compañía de los criminales del Anticristo, y se encontrará en la otra vida junto a los criminales no arrepentidos, lejos, muy lejos del rostro de Dios. Porque si Dios estuvo una vez con los criminales de esta tierra, nunca podrá estar con ellos en el cielo.

Prosternémonos ante los sufrimientos del Señor crucificado por nosotros, pecadores. Confesemos y glorifiquemos su santo nombre. ¡Gloria y alabanza a Él, verdadero hombre y verdadero Dios, con el Padre y el Espíritu Santo, Trinidad única e indivisible, ahora y siempre, desde todos los tiempos y por toda la eternidad! Amén.

Traducido del francés por Miguel Ángel Frontán.

Homélies sur les évangiles des dimanches et jours de fêtes.

L'âge d'Homme, Lausanne, 2016.

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