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PLÁTICA SOBRE LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR, POR SAN GREGORIO PALAMAS


Para explicar el misterio de la fiesta de hoy y para comprender su verdad, es necesario que nos volvamos al comienzo de la lectura del Evangelio: "Seis días después, Jesús toma a Pedro, Santiago y Juan su hermano, y los lleva aparte, a un monte alto" (S. Mateo 17: 1). Nos preguntamos primeramente, ¿desde cuándo el Evangelista San Mateo comienza contando seis días, luego de los cuales llega el día de la Transfiguración del Señor? Es decir, ¿desde qué día? Desde aquél día, como lo indica el sentido de la palabra, en el que el Salvador enseñando a sus discípulos les dice: “El hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre” y agrega: “En verdad les digo, entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino” (S. Mateo 16:27-28). A la Luz de la Transfiguración Cristo la llamó “la Gloria de su Padre” y “su Reino”. Por otro lado, esto lo demuestra y manifiesta más claramente el Evangelista Lucas, al decir: “Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y su vestimenta pasó a ser de una blancura fulgurante” (S. Lucas 9:28-29). Mas, ¿cómo conciliar ambos relatos, cuando uno definidamente dice que pasaron ocho días entre la conversación y la manifestación, mientras que el otro dice: “luego de seis días”? Escucha y entiende:

En la montaña estuvieron presentes ocho, pero visibles fueron sólo seis: los tres - Pedro, Santiago y Juan - que ascendieron junto con Jesús, vieron a Moisés y a Elías quienes estaban allí de pie junto al Señor, conversando con Él; de forma tal que todos ellos eran seis. Pero junto con el Señor, claro, también estaban el Padre y el Espíritu Santo: el Padre – con su voz dando testimonio que Éste es su Hijo amado, y el Espíritu Santo – resplandeciendo con Él en la nube brillante. De esta manera, aquellos seis conforman ocho, y en relación al número ocho no representan ninguna diferencia; de la misma manera que no discrepan tampoco los Evangelistas, cuando uno dice: “luego de seis días” y otro: “sucedió que unos ocho días después de estas palabras”. Pero estos dos relatos nos dan una especie de imagen, por un lado misteriosa pero también manifiesta, de los presentes en la montaña. Es decir, todo aquél que razona conforme con la Escritura, sabe que los evangelizadores concuerdan el uno con el otro: Lucas habló de ocho días, sin contradecir a Mateo que dijo: “luego de seis días”, sin agregar el día en el que fueron dichas aquellas palabras, ni tampoco el día en el que el Señor se transfiguró (estos días Mateo los deja librado a una comprensión más profunda). El Evangelista Lucas no dice: “luego de ocho días” (como el Evangelista Mateo: “luego de seis días”), sino: “Sucedió que unos ocho días…”. Pero aquello en lo que los Evangelistas parecen discrepar, nos muestra, uno a través del otro, algo grande y misterioso. De hecho, ¿por qué uno dijo: “luego de seis días”, mientras que otro dejando sin atención al séptimo, recordó el octavo? Porque la grandiosa visión de la Luz de la Transfiguración del Señor es el misterio del octavo día, es decir, del siglo venidero que se manifestará luego de que perezca el mundo creado en seis días. El Señor predijo acerca del poder del Espíritu Divino, con el que se manifiesta el Reino de Dios a los dignos: “hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el Reino de Dios que viene con poder” (S. Marcos 9-1). En todo lugar está el Rey de todos, y en todo lugar su Reino. De manera que la venida de Su Reino no representa un movimiento suyo de un lugar a otro, sino que su manifestación se da por el poder del Espíritu Divino. Porque es dicho: “que viene con poder”. Y este poder se manifiesta no simplemente a las personas comunes, sino a los que están con el Señor, es decir a los afirmados en Su fe, semejantes a Pedro, Santiago y Juan, y sobre todo a ellos mismos por ser libres de nuestra natural humillación. Por ello, y justamente a causa de esto, Dios se manifiesta en la montaña: por un lado descendiendo desde Sus alturas, y por el otro elevándonos de la profundidad de nuestra naturaleza caída.

De forma tal, que El Inabarcable, verdaderamente se une con la naturaleza mortal; y semejante manifestación, claro está, es inmensamente superior y está por encima de la mente, como obra del poder del Espíritu Divino.

De este modo, la Luz de la Transfiguración del Señor no nace ni desaparece, y no se somete a la capacidad de los sentidos. Y a pesar de que ella fue visualizada por ojos corporales por un corto tiempo y sobre una insignificante altura de la montaña, sin embargo los discípulos del Señor en aquel momento pasaron de lo corporal a lo espiritual por medio del cambio de los sentidos, causado en ellos por el Espíritu, y de esta manera vieron, según el poder del Espíritu Divino les concedía, esta Luz Indecible. Los que no alcanzan esto, dedujeron que los elegidos entre los apóstoles vieron la Luz de la Transfiguración del Señor por medio de un poder (capacidad) sensible y creado; y a través de esto intentan hacer descender hacia el rango de lo que es creado no sólo a aquella Luz, la Gloria de Dios y el Reino, sino también al Poder del Espíritu Divino, por medio del cual se manifiesta a los dignos los misterios divinos. Probablemente, semejantes personas no oyeron las palabras del Apóstol Pablo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (I Cor. 2:9-10).

Así, al llegar el octavo día, el Señor, tomando a Pedro, Santiago y Juan, ascendió a la montaña a rezar: porque Él siempre o rezaba solo, alejándose de todos, incluso de los mismos apóstoles, como por ejemplo cuando alimentó con cinco panes y dos peces a cinco mil hombres sin contar mujeres y niños (S. Mateo 14:19-23), o tomaba consigo a unos pocos, que sobresalían de los demás, tal como sucedió cuando se acercaban los sufrimientos salvíficos, cuando habiendo dicho al resto de los discípulos: “Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro” (S. Mateo 26:36), tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan. Y aquí, tomando sólo a éstos mismos, el Señor los hizo ascender a la alta montaña y se transfiguró delante de ellos, es decir frente a sus ojos. “¿Qué significa: se transfiguró?” pregunta el Teólogo Boca de Oro (San Juan Crisóstomo) y asimismo contesta: “significa que mostró, es decir, a ellos, algo de su Divinidad – tanto cuanto ellos podían sobrellevar, y mostró en Sí mismo a Dios que mora en Él”. El Evangelista Lucas dice: “Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (S. Lucas 9:29). Mientras que en el Evangelista Mateo leemos: “Y se iluminó Su rostro, como el sol” (S. Mateo 17:2). Pero el Evangelista no dijo esto con la intención de considerar a aquella Luz como supeditada a los sentidos (¡que se aleje de nosotros semejante ceguera de la razón, propia de aquellos que no pueden imaginarse nada que esté por encima de los sentidos!). Sino que deseaba mostrar que Cristo Dios – para los que viven y contemplan en espíritu, es lo mismo que el sol – para los que viven según la carne y contemplan con los sentidos. Porque para aquellos que fueron enriquecidos con los dones Divinos, otra Luz para el conocimiento de Dios no les es necesaria. Brilló esta otra Luz Indeclarable y misteriosamente se manifestó a los apóstoles y a los principales de los profetas (Elías y Moisés) de sus tiempos, cuando el Señor rezaba. Con esto se demuestra que lo que genera esta bienaventurada visión es la oración, que el resplandor provino y se manifestó a causa de la unión del entendimiento con Dios, y que esto es dado a todos aquellos que con constancia y ejercitación en la práctica de las virtudes y la oración, impulsan su entendimiento hacia Dios. La verdadera belleza se la contempla propiamente, sólo con un entendimiento purificado; quien ve de cerca un brillo, lo recibe como si estuviera participando en él, como si trazara un brillante rayo sobre su rostro. Por eso el rostro de Moisés resplandecía a causa de haber conversado con Dios. ¿Sabes tú que Moisés se transfiguró cuando subió al monte y allí vio la Gloria de Dios? Pero Moisés no la produjo de sí mismo, sino que la sobrellevó a la transfiguración; en cambio nuestro Señor Jesucristo tenía de Sí mismo la Luz distinta. Por esta razón, propiamente, Él no tenía necesidad de la oración para hacer brillar su cuerpo con la Luz Divina; sino que simplemente mostró de dónde esta Luz distinta desciende sobre los santos de Dios, y de qué manera es posible contemplarla. Porque está escrito que los santos “serán iluminados, como el sol” (S. Mateo 13:43), es decir que los que son completamente imbuidos por la Luz Divina verán a Cristo, iluminado Divina e indeciblemente, en El cual el brillo, proveniente de la esencia Divina, se manifestó en el Tabor haciéndose común a Su cuerpo, por causa de la unión Hipostática.

Nosotros creemos, que Él manifestó en su Transfiguración, no cualquier otra luz, sino sólo aquella que estaba oculta en Él debajo de la cortina de Su cuerpo. Esta Luz era la Luz de su Divina esencia, y por consiguiente es Increada, Divina. Así, según las enseñanzas de los Padres teólogos, Jesucristo se transfiguró en la montaña, no recibiendo nada y no cambiando a nada nuevo que antes no tuviera. Sino simplemente mostrando a sus discípulos aquello que Él ya tenía, abriéndoles sus ojos y haciéndolos pasar de estar ciegos a ver. ¿Ves que ojos que ven por naturaleza, son ciegos en relación a esta Luz?

Entonces, esta Luz no es una luz sensible, y los que la contemplaron no la vieron simplemente con los ojos sensibles, sino transformados por la fuerza del Espíritu Divino: sus ojos fueron transformados y sólo de esta manera vieron el cambio, sucedido en la misma aceptación de nuestra fragilidad, deificada por la unión con el Verbo Dios. De aquí que La que concibió y dio a luz milagrosamente sabía, que el Nacido de Ella es el Encarnado Dios; lo mismo Simeón, cuando tomó al Niño en sus brazos; y la anciana Ana, cuando salió a Su encuentro. Porque la fuerza Divina brillaba como si fuera a través de una cápsula de cristal, iluminando a los que tienen limpios los ojos del corazón.

Pero ¿por qué motivo el Señor, antes de su Transfiguración, escoge a los principales de sus apóstoles y los lleva consigo a la montaña? Claramente, para mostrarles algo grande y misterioso. ¿Qué hay de grande y misterioso en mostrar una simple luz sensible, la cual ya tenían, y en abundancia, no sólo los escogidos sino también el resto de los apóstoles? ¿Qué necesidad tenían ellos de que sus ojos fueran transformados por la fuerza del Espíritu para contemplar aquella Luz, si ella era sensible y creada? ¿Cómo pueden la Gloria y el Reino del Padre y del Espíritu Santo presentarse en una luz sensible y cualquiera? ¿Acaso vendrá en semejante Gloria y Reino Cristo el Señor en el fin de los siglos, cuando ya no habrá necesidad ni de aire, ni de espacio, ni de nada semejante, sino que por el testimonio del apósto “Dios será todo en todos” (I Cor. 15:28), es decir que Él reemplazará a todo para todos? Si es todo, entonces también incluye la luz. ¡De aquí es evidente que la Luz del Tabor era Luz Divina! Y el Evangelista Juan, aprendido por la Divina Revelación, claramente dice que la ciudad venidera, eterna y permanente, “no necesitará ni del sol ni de la luna para que brillen en ella, porque la Gloria de Dios la iluminará, y su estrella es el Cordero” (Apocalipsis 21:23). ¿No es evidente que aquí él muestra al mismo Jesús que hoy en el Tabor se transfiguró divinamente, y Cuyo cuerpo brilló como estrella mostrando la Gloria de su Divinidad que ascendió junto con Él a la montaña? De la misma manera, sobre los habitantes de aquella ciudad, el mismo Teólogo dice: “no necesitarán la luz de la luz, ni la luz del sol, ya que el Señor Dios los iluminará. Y allí no habrá noche” (Apocalipsis 22:5). Pero preguntamos ¿qué tipo de luz es aquella otra en la cual “no hay cambio ni sombra de variación” (Santiago 1:17)? ¿Qué tipo de luz es ésta, inmutable y sin ocaso, si no es la Luz de la Divinidad? Además, Moisés y Elías (en especial el primero, quién claramente estaba presente en espíritu y no corporalmente), ¿por medio de qué luz sensible pudieron ser iluminados, vistos y reconocidos? Ya que de ellos está escrito que “aparecieron en Gloria, y hablaban de Su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalem” (Lucas 9:31). Y ¿de qué otra forma los apóstoles hubieran podido reconocer a aquellos que nunca antes habían visto, si no hubiera sido por la fuerza misteriosa de la Luz Divina, la Cual les abrió sus ojos espirituales?

Pero no vamos a cansar vuestra atención con más explicaciones sobre las palabras del Evangelio. Vamos a creer así, tal cual como nos enseñaron aquellos que fueron iluminados por Cristo Mismo. Ya que sólo ellos saben bien todo esto: porque los misterios de Dios son conocidos, según las palabras del Profeta, sólo por Dios y los que están cerca de Él. Mas nosotros, comprendiendo el misterio de la Transfiguración del Señor según la enseñanza de ellos, vamos a esforzarnos para ser inspirados por esta Luz, y reavivar en nosotros el amor y la inclinación hacia la inmarcesible Gloria y Belleza, purificando de pensamientos terrenales nuestros ojos espirituales y absteniéndonos de los deleites y las bellezas transitorias y perecederas, los cuales manchan la vestimenta del alma y nos sumergen en el fuego de la gehena y en la oscuridad absoluta. De estas dos librémonos a través de la contemplación y el conocimiento de la Luz Inmaterial y Siempre-existente de Nuestro Salvador, transfigurado en el Tabor en la Gloria Suya y de su Eterno Padre, y del Espíritu Vivificador, en los Cuales Uno es el brillo, Una es la Divinidad, la Gloria, el Reino y la Fuerza, ahora y siempre y los siglos de los siglos. Amén.

(Traducido por el Padre Esteban Jovanovich)

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