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Homilía del Arzobispo Metropolitano Iosif en el Domingo de la Ortodoxia





Homilía

de Su Eminencia Reverendísima Dr. Iosif,

Arzobispo Metropolitano Buenos Aires y Sudamérica

en el Domingo de la Ortodoxia

pronunciada el domingo 5 de marzo 2023 en la Catedral de la Dormición de la Theotokos, Buenos Aires – Argentina


Queridos hermanos y hermanas,

Hoy celebramos el triunfo de la Ortodoxía, a través de la mantención y continuación de la veneración de los íconos, aquella “Tradición” viva contrapuesta a la “ideología” de los iconoclastas, durante los siglos VIII y IX. Los Iconoclastas, como bien es sabido, rechazaban la veneración de los íconos invocando de forma tendenciosa -fuera de esta Tradición- los mandamientos del Antiguo Testamento. De esta manera, los adeptos a esta ideología pseudo-teológica que tenían esta percepción de las cosas, prohibían a los cristianos la veneración de las imágenes de Jesús, la Virgen y los santos.

Fue entonces cuando la Iglesia comenzó a estudiar seriamente la situación, ya que esta tendencia se estaba replicando peligrosamente, y volvió una y otra vez a la “Fuente”, de acuerdo con la milenaria metodología teológica propia de los profetas, apóstoles y santos. Y es precisamente en esta fuente -depositum fidei-donde se encuentra concreta y precisamente la justificación que nos permite a nosotros los ortodoxos venerar los íconos, ya que no es una costumbre que sea nociva para el alma, ni que sea un obstáculo para la salvación de los seres humanos. ¡Todo lo contrario!

La Iglesia formula todo lo necesario para decodificar y expresar lógicamente -dentro de lo posible- la Revelación -apocalipsis- a través de esta y otras fórmulas coherentes entre sí. Es por eso que, en este caso particular, se reunió el Séptimo Concilio Ecuménico en Constantinopla. Y de esta forma -sinodalmente- certifica que esta tradición no solamente es válida, sino que se encuentra absolutamente de acuerdo con la Tradición Viva de la “Ecclesia” y, necesariamente, con la palabra de los Apóstoles, en una línea histórica ininterrumpida desde entonces hasta el día de hoy. Es por eso que la Iglesia celebra hoy este triunfo y lo llama el Domingo de la Ortodoxía: celebra la victoria de la Tradición legítima y original del Cristianismo por sobre su degradación.

Pero ¿Qué es una herejía? Parecería que para nosotros hoy, en el siglo XXI, el término -y la realidad- herejía es extemporáneo; nos resuena algo antiguo y que, por supuesto, carece de sentido en nuestras vidas. En efecto la herejía es un término estrictamente religioso: es, ni más ni menos, una degeneración de la Tradición y Fe legítimas y vivas que nos han heredado nuestros Padres, desde los Apóstoles, según una línea histórica ininterrumpida, hasta el día de hoy. Esa Fe y Tradición no son una simple filosofía, un mero conocimiento, una determinada comprensión que se pueda asimilar mental o intelectualmente, -menos emocionalmente-, sino la transmisión viva y multidimensional de la experiencia holística -personal y comunitaria- del apocalipsis -revelación- divino que se realiza en la humanidad de generación en generación. Si existe alguna ideología, si existe alguna teoría, si existe alguna fórmula que niegue o se contraponga infundada e ilícitamente a esta Tradición Viva que existe, -no solamente desde la época de los Apóstoles, sino desde la creación del mundo, pasando por todos los patriarcas, profetas, mártires, confesores, y todos los santos hasta el día de hoy-, a eso lo llamamos “herejía”.

¿Y por qué la herejía es nociva? La herejía es una mutación negativa porque cuando penetramos en esa ideología -siempre sectaria-, nos aparta, nos separa, nos aísla de la comunidad de congéneres espirituales que es la Iglesia. La Iglesia no son los sacerdotes, ni los obispos solamente, la Iglesia somos todos nosotros, clero y pueblo, una comunidad de pares que creemos, experimentamos y conocemos la misma “Vivencia” (al ser su carácter netamente místico-espiritual, entonces el verbo se identifica con el sujeto y el objeto), cada uno desde su particularidad, desde su propia contingencia, de manera diversa, pero siempre unidos por aquella sintonía espiritual que garantiza nuestra saludable relación.

Seamos griegos, serbios, sirios, libaneses, rusos, independientemente de la etnicidad, del tiempo, del país, del sexo, y de todas las demás particularidades y eventualidades materiales, la vivencia es propia y personal, pero al mismo tiempo, es común, comunitaria y comunional: consecuentemente transcendental. Ésa es la Iglesia, el espacio donde (co-)existe la particularidad, lo propio, lo personal, pero siempre protegido, garantizado y sublimado -paradójicamente- en el marco de la relación y de su perfección, que es la comunión. Así, esa particularidad se ve reflejada en la unidad y no en la uniformidad.

La herejía por su parte sí propicia una uniformidad siempre estéril -estrictamente doctrinal-, mientras que la Iglesia Ortodoxa, la relación, la comunión, la unidad. La herejía sacrifica esa diversidad en la unidad propia de la Ortodoxía y presenta la uniformidad -doctrinal y siempre moralista- como inmunidad conceptual y garantía ética: que todos piensen y actúen de la misma forma, que todos asimilen desde el intelecto y/o la emoción la misma fórmula -siempre sectaria- y que esa fórmula doctrinal(ista)-moral(ista) sea la única brújula que guíe a los adeptos. La herejía es, al fin y al cabo, una ideología, una construcción intelectual -y moral- que siempre decanta en un obstáculo para llegar y vivir la Verdad. La Ortodoxia, en cambio, es un medio a través del cual todos podemos -si queremos- llegar a Cristo de la mejor forma: ¡en libertad! Esa es la Iglesia legítima: esta común-unidad que somos todos nosotros, relacionados desde la particularidad y la contingencia en orden a la unidad trascendental, que nos permite reconocernos, cada uno en el otro y, todos juntos, con el Arquetipo que es el Cristo, Aquél que nos creó, Aquél que sostiene todas las cosas a través del Espíritu Paráclito, y Aquél que perfecciona todas las cosas hacia su consumación última, a causa de su indeclinable Éros y Filantropía sin límites.

La herejía, entonces, nos quita esa capacidad, ese alcance (trans-)personal y esencial que decanta en Eternidad. La herejía nos usurpa la libertad. La herejía nos saca a Cristo del medio y sitúa en su lugar una doctrina rigurosamente religiosa. La Iglesia Ortodoxa no tiene doctrina de este estilo. Parecerá para muchos que estoy diciendo una incongruencia –¡y hasta una herejía! - ¡pero no! La Iglesia Ortodoxa en todo caso tiene “didascalia”. La “didascalia” es doctrina, pero vivida -sufrida- primeramente. Prima la experiencia de Dios -un empirismo espiritual, siempre social y ascético, eminentemente libre, creativo y místico- y después de aquella sucede la decodificación lógica de la misma.

La doctrina a secas, sin vivencia, sin experiencia, asumida desde lo intelectual, o lo sentimental, o lo emocional, necesariamente decanta -en la práctica- en un moralismo intransigente que, a su vez, se refiere a la religión en cuanto necesidad del “fronema” del hombre caído, de la naturaleza adámica que se quiere proteger del mismo Dios, mientras identifica su propio Ego con Este. La experiencia viva del Cristo, en cambio, nos libera. Esa experiencia la podemos vivir solamente en el ámbito de la Iglesia, en el cual -paradójicamente- podemos ser plenamente libres y auto-soberanos.

Por ello, cuando se produce esta degeneración, esta amputación degradante que apareció muchas veces en la Iglesia, el “cuerpo” se reúne y, sinodalmente, decide y declara: ¡No! Esto no se condice con nuestra Tradición Viva; esto es una mutación negativa, por lo cual hay que purificarla y curarla. De esta forma, nuestros Santos Padres han mantenido durante todos estos siglos la didascalia, la fe, la experiencia viva siempre pura, y nos la han transmitido hasta el día de hoy a muchos que son sus herederos, y a otros que somos los necesarios, podemos así decir, defensores, guardianes, y protectores de esta fe.

Quizá hoy estas reflexiones no signifiquen nada para nuestras vidas. Pero cuando en el tiempo oportuno, en el tiempo de la tribulación que no dista mucho en advenir, algunos optemos por hacer uso de esta fe, entonces el mundo quizá comprenda el tesoro que es la Ortodoxía, el tesoro que es el Cristianismo legítimo y, por sobre todas las cosas, que el único Bien sobre esta tierra es el Dios-que-se-da-a-Sí-Mismo para todos nosotros -sin distinción-, y sólo por su eterno e inconmensurable amor.

Todos nosotros, la Iglesia, los templos, las fórmulas, los 2000 años de historia, todos somos un medio, nunca un fin; aquí lo que interesa -el Fin- es Jesucristo; Jesucristo vivo y actualizado en cada uno de nosotros.

A Él la gloria, el honor y la prosternación por todos los siglos de los siglos. Amén.






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