Explicación del Gran Canon de San Andrés de Creta
Explicación del Gran Canon de San Andrés de Creta Arcipreste Víctor Potapov “Ten piedad de mí, oh Señor, ten piedad de mí”.
La primera semana de la Gran cuaresma es llamada desde los tiempos antiguos “el amanecer de la abstinencia”, o “la semana de purificación”. Durante esta semana, la Iglesia alienta a sus hijos a salir de este estado de pecado en el que toda la humanidad ha caído ya que nuestros antepasados no se abstuvieron, pues habían perdido las bendiciones del cielo, este estado de pecado que cada uno de nosotros acrecienta por sus propios pecados. La Iglesia los persuade dulcemente a volver al camino de la fe, la oración, la humildad y el ayuno, cosas que son agradables a Dios. Es un tiempo de arrepentimiento, dice la Iglesia. “He aquí el día de la Salvación, la entrada en la Gran Cuaresma. Oh alma mía, está atenta, cierra las puertas por las que entran las pasiones, y mira hacia el Señor” (De la primera oda del canon del Tríodo de los maitines del lunes de la primera semana de la Gran Cuaresma). La Iglesia del Antiguo Testamento tenía como particularmente santos los primeros y últimos días de las numerosas grandes fiestas. Así mismo, según la costumbre, los cristianos ortodoxos, preparados e inspirados por las maternales instrucciones ofrecidas por su Iglesia desde la antigüedad, observan las primeras y últimas semanas de la Gran Cuaresma, de manera particularmente estricta y asidua. Los oficios de la primera semana son particularmente largos, y el esfuerzo de la abstinencia física a lo largo de esta semana, es considerablemente más rigurosa que durante los días siguientes de la Gran Cuaresma. Durante el transcurso de los cuatro primeros días de la Gran Cuaresma, se celebran las Grandes Completas, con la lectura del Gran Canon penitencial de San Andrés de Creta, que, por así decir, da el tono que resonará a lo largo de la Gran Cuaresma. Durante la primera semana de la Gran Cuaresma, el Canon se divide en 4 partes, y cada una se canta en cada una de estas Grandes Completas. El jueves de la quinta semana de la Gran Cuaresma (de hecho, el miércoles por la tarde), nuestra atención se ve atraída nuevamente por esta maravillosa composición de San Andrés, y esta vez de forma completa, de modo que, estando en vista la conclusión de la Gran Cuaresma, no nos desviemos despreocupados, distraídos y descuidados, de modo que no cesemos de vigilar sobre nosotros mismos y no nos detengamos de vigilarnos estrictamente en todo. El estribillo “Ten piedad de mí, oh Señor, ten piedad”, acompaña cada verso del Gran Canon. También se incorporan muchos troparios, algunos en honor del compositor del Canon, San Andrés, y otros a Santa María Egipcíaca. La Iglesia de Jerusalén dispuso la práctica de este canon en vida de San Andrés. Cuando en el año 680, San Andrés viajó a Constantinopla para participar en el Sexto Concilio Ecuménico, llevó consigo e hizo público, a la vez, su gran composición y la vida de Santa María Egipcíaca, escrita por su compatriota y maestro, San Sofronio, patriarca de Jerusalén. La Vida de Santa María Egipcíaca se lee con el Gran Canon en los maitines del miércoles por la tarde de la quinta semana de la Gran Cuaresma. El Gran Canon es más extraordinario que cualquier otro texto litúrgico encontrado durante la Gran Cuaresma. Es una maravilla de la himnografía litúrgica, con textos de un increíble poder y de gran belleza poética. La Iglesia decidió llamarlo Gran Canon, no tanto a causa de su largura (250 troparios o versos), sino por la cualidad y la fuerza de su contenido. San Andrés, arzobispo de Creta, que compuso este canon en el siglo VII, compuso también numerosos cánones utilizados por la Iglesia durante el ciclo del año litúrgico. El Gran Canon consiste en una conversación entre el penitente y su propia alma. La conversación comienza: “¿Por donde comenzaré, cuando debo llorar por todas las obras de mi vida, por cuál de los exordios debo cantar mi duelo? En tu bondad, oh Cristo, concédeme el perdón de mis pecados. ¿Por cuál debo comenzar a arrepentirme, tan difícil como es?. Sigue un maravilloso tropario: “Vamos, oh alma mía, y lleva a tu cuerpo a glorificar al Creador, y en adelante encuentra tu mente para ofrecer a Dios tus lágrimas de arrepentimiento”. Las palabras son fuertes, conteniendo a la vez antropología y ascesis cristiana: nuestra carne, una parte inseparable de nuestra naturaleza humana y de nuestro ser, debe participar también en nuestro arrepentimiento. El apogeo de esta conversación con el alma, su incesante y constante llamada al arrepentimiento, viene en el contaquio cantado después de la oda sexta del Canon: “Despiértate, ¿por qué duermes, oh alma mía, porque duermes así? Pues he aquí que se acerca el fin, y rendirás cuentas en el Juicio. Vela, pues, oh alma mía, para que Cristo Dios te preserve, Él que está en todo lugar, en todo el universo, al cual colma con Su presencia”. La gran luminaria de la Iglesia dirige estas palabras a sí mismo, al que pudiera estar descrito por las palabras que utilizó para describir a Santa María Egipcíaca, que era verdaderamente “un Ángel en la carne”. Y sin embargo se dirigió a sí mismo estas palabras, reprochando a su alma por estar adormecida. Si él llegó a verse así, ¿qué pensaremos entonces de nosotros mismos? Estamos sumergidos, no sólo en un sueño espiritual del que no llegamos a despertarnos, sino también en una especie de necrosis. Cuando prestamos atención a las palabras de San Andrés de Creta, debemos preguntarnos: ¿qué debo hacer? Si se quiere poder cumplir la Ley de Dios, como conviene, el contenido de nuestra vida debería desarrollarse de forma diferente. Por esta razón, la Iglesia nos ofrece este profundo Canon Penitencial de la Gran Cuaresma, tan vibrante de sentimiento y de convicción, de forma que podamos ver más profundamente en nuestras almas y ver lo que hay en ella. y sin embargo, el alma continúa dormida; ahí es donde se encuentra nuestro dolor y nuestro infortunio. En la maravillosa oración de San Efrén el Sirio, que repetimos durante toda la Gran Cuaresma, escuchamos palabras que tienen por fin conducirnos a exclamar algo como : “Oh Señor y Rey, concédeme ver mis pecados. Yo no los veo; mi alma está ensimismada, profundamente adormecida, y no consigo ver mis pecados como debería. ¿Cómo podría entonces ser capaz de arrepentirme?”. Por eso, durante los días de la Gran Cuaresma, cada uno de nosotros debería concentrarse sobre sí mismo, debería examinar su propia vida, y medirla con las normas establecidas por los Evangelios y por nada más. Uno de los puntos distintivos de base del Gran Canon, es su utilización amplísima de imágenes y temas sacados de las Santas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Por desgracia, no conocemos la Santa Escritura como deberíamos, y por eso, para muchos de nosotros, los nombres mencionados en el Gran Canon no significan nada. Y sin embargo, la Biblia no es simplemente una historia del pueblo de Israel. Es también la gran crónica del alma de la humanidad, de las almas que una y otra vez caen y se levantan ante el rostro de Dios, que siempre caen en el pecado, e incluso y siempre van a arrepentirse. Si tuviéramos que examinar las vidas de los que se mencionan en la Biblia, veríamos que cada uno de ellos están presentes, no como un personaje histórico, sino como una persona individual que ha hecho esto y aquello, como una persona que se pone frente al Dios Vivo. Los detalles históricos de la persona o sus demás realizaciones, no se reciben más que en segundo lugar. Lo que sobresale es lo más importante: si esta persona permaneció fiel a Dios, o no. Si leemos la Biblia y el Gran Canon con el mismo marco de referencia, veremos que muchas de las cosas que se dicen a propósito de los justos y de los pecadores de la antigüedad no son nada más que una crónica de nuestra propia alma, de nuestras caídas y levantamientos repetidos, de nuestro pecado incesante y de nuestros arrepentimientos que le siguen. A este respecto, un autor religioso escribió esto, de forma pertinente: “Si, en nuestros días, lo encuentran (al Gran Canon) aburrido y sin interés para nuestras vidas, es porque su fe no se alimente de la fuente de la Santa Escritura, la fuente que, para los padres de la Iglesia, era la fuente misma de su fe. Debemos aprender nuevamente a tomar el mundo tal y como se nos ha revelado en la Biblia, aprendiendo a vivir en este mundo bíblico. No hay mejor manera de aprender esto como por los oficios de la Iglesia, que no sólo nos comunican la enseñanza bíblica, sino que también nos desvelan la forma bíblica de vivir” (protopresbítero Alexander Schmemann, la Gran Cuaresma, pg. 97, ediciones U.S.). Y así, a través de las personas y los hechos relatados en el Gran Canon, la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento pasa ante nosotros. Su autor nos hace descubrir la caída de nuestros ancestros en el pecado, y la corrupción del mundo original. Pone las virtudes de Noé como epígrafe y la amargura y la falta de arrepentimiento de la que hicieron prueba la gente de Sodoma y Gomorra. Resucita para nosotros la memoria de los justos patriarcas y hombres valientes: Moisés, Josué, hijo de Nun, Gedeón y Jefté; nos permite ver la piedad del rey David, su caída y su arrepentimiento; nos presenta la impiedad de Acab y de Jezabel, y también los grandes paradigmas del arrepentimiento, como son los ninivitas, Manasés, la prostituta y el sabio ladrón. Concede especial atención a Santa María de Egipto, y más de una vez, detiene al lector al pie de la Cruz, y ante el Santo Sepulcro de nuestro Señor. En todo, enseña el arrepentimiento, la humildad, la oración, la abnegación. En todos estos ejemplos tiene lugar la exhortación al alma: “Oh alma mía, acuérdate de este justo; así plugo a Dios; acuérdate también de este otro justo, y de cómo plugo a dios; tú no has hecho nada comparable”. La Biblia habla a algunas personas bajo una luz positiva, y a otras, bajo una luz negativa. Debemos imitar a los primeros y no a los segundos. “Elías, subiendo al carro de fuego, fue llevado por las alas de las virtudes, desde la tierra al cielo: imita, oh alma mía, su ascensión”. Imita, oh alma mía, la ascensión de los justos del Antiguo Testamento. “Pobre alma, has imitado la bajeza de Ghiezi; en el declive de tus días renuncia a tu concupiscencia, para que evites la gehena que merecen tus obras”; al menos en tu vejez, despréndete de la avaricia, oh alma, y rechaza tus malas acciones, y evita los fuegos del hades”. Como podemos ver, los textos son difíciles, y es esencial prepararse bien para el Gran Canon, de forma que podamos entenderlo y captarlo bien. En a oda de conclusión que se canta el primer día, después de los recuerdos históricos, viene este tropario con entonación fuerte: “La ley permanece sin efecto, el Evangelio sin fruto; no te has preocupado de la Escritura, los profetas ya no tienen poder, así como los escritos de los elegidos; tus heridas, oh alma mía, se han agravado, pues ya no tienes al médico que pueda sanarlas”. Es inútil que te acuerdes del Antiguo Testamento; todo es inútil. Te daré ejemplos del Nuevo Testamento, y quizá esta vez te arrepientas. “Del Nuevo Testamento, te ofrezco ejemplos invitándote, oh alma mía, a la compunción: inspírate en los hombres justos, aléjate de los pecadores, y suscita la gracia de Cristo por el ayuno, la oración y la pureza de tu vida”. Para terminar, teniendo presente todo lo que conviene del Antiguo Testamento, el autor asciende hacia el Dador de Vida, el Salvador de nuestras almas, y como el Buen Ladrón, exclama: “Ten piedad de mí”, y como el publicano, exclama: “Oh Dios, sé misericordioso conmigo, pues soy pecador”. Imitando la insistencia de la mujer cananea y del ciego Bartimeo, dice: “Ten piedad de mí, oh Hijo de David”. Como la prostituía, vierte lágrimas en lugar de mirra sobre la cabeza y los pies de Cristo, y llora amargamente sobre él como Marta y María lo hicieron sobre Lázaro. Más lejos, el Canon subraya el hecho de que los peores pecadores se arrepintieron, y entraron en el reino del cielo antes que nosotros: “Cristo se encarnó, llamando al arrepentimiento a las cortesanas y a los ladrones: haz penitencia, oh alma mía, pues ya se entreabre la puerta del reino, y ya estamos adelantados por los fariseos, los publicanos, y las pecadoras arrepentidas”. Y cuando, con una especie de horror espiritual, que proviene más allá de los milagros del Salvador, y que conduce a la compunción por cada lucha espiritual de Su vida terrestre, el autor del Canon llega al horrible sacrificio de Cristo, su corazón se parte, y junto con toda la creación, se asombra en el silencio frente al temblor del Gólgota, y exclama una vez más: “Oh Juez que me sondeas y me conoces, cuando vengas de nuevo, con los santos ángeles para juzgar al mundo entero, mírame con tu mirada benevolente y concédeme tu gracia, oh Jesús, aunque haya colmado la medida del pecado”. En su tropario de conclusión, el Gran Canon, utilizando todas las retóricas posibles para conducirnos al arrepentimiento, dice, como para desvelarnos su “método de instrucción”: “Oh alma mía, ¡cómo te he hablado! Te he recordado a los justos del Antiguo Testamento, y te he dado ejemplos del Nuevo Testamento (para conducirte a la compunción), y sin embargo, todo esto no ha servido de nada, pues tú, oh alma mía, no has seguido sus vidas y sus obras. La desgracia te sobrevendrá cuando seas juzgada”. La desgracia vendrá a ti cuando estés ante el Juicio. Estando atentos a las palabras del Gran Canon, habiendo escrutado la historia de las personas que huyeron de Dios para ser atrapados mejor por Él, contemplemos el hecho de que Dios nos guía a cada uno fuera del abismo del pecado y la desesperación, de modo que podamos ofrecerle los frutos del arrepentimiento. No debemos imaginar que el arrepentimiento consista en ahondar en los pecados personales, sumergiéndose en la autoflagelación, o esforzarse en descubrir tanto mal y tiniebla como sea posible. Arrepentirse verdaderamente, es volverse de las tinieblas e ir hacia la Luz, del pecado a la justicia, comprendiendo que nuestra vida ha sido indigna de tan elevada llamada, confesando ante Dios hasta qué punto somos insignificantes, y confesar que nuestra única esperanza está en Dios mismo. El verdadero arrepentimiento, es aquel que, poniéndose frente a Dios, y que, como dijo el apóstol Pedro “que de las tinieblas os ha llamado a su admirable luz” (1ª Pedro 2:9), nos hace comprender que la vida nos ha sido dada para que podamos convertirnos en hijos de Dios, a fin de que podamos comulgar con la divina Luz. El verdadero arrepentimiento no se refleja tanto en las palabras como en los actos: en la premura para venir en ayuda de otros, la apertura y la escucha con nuestro prójimo, y no dejarse imbuir por uno mismo. El verdadero arrepentimiento, es comprender que aunque poseamos la capacidad de ser verdaderos cristianos, Dios es capaz de hacérnoslo ser. Como se dice en el Gran Canon, “allí donde Dios quiere, todo el orden natural es trastocado”, es decir, allí donde Dios quiere, sobrevienen hechos sobrenaturales: Saulo se convierte en Pablo, Jonás sale del vientre de la ballena, Moisés cruza el mar a pie seco, Lázaro es resucitado de su muerte, María Egipcíaca deja de ser una prostituta y se convierte en una gran asceta. Pues nos lo dice el Salvador: “Para los hombres, eso es imposible, mas para Dios todo es posible” (Mateo 19:26). Oración de San Efrén el Sirio “Señor y Soberano de mi vida, no me abandones al espíritu de la pereza, del desánimo, de dominación y de palabras vanas. (postración) Concédeme el espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor. (postración) Sí Señor y Rey, concédeme ver mis faltas y no juzgar a mi hermano, porque tu eres bendito por los siglos. Amén.” Oh Dios, purifícame a mí, pecador (12 veces, con las mismas postraciones, y nuevamente la oración entera, y al final, una gran postración).
Traducido por psaltir Nektario B. Para cristoesortodoxo.com © Febrero 2015