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La Resurrección del Señor, Dios y Salvador Jesucristo


La Resurrección del Señor, Dios y Salvador Jesucristo


Al haber transcurrido el Sábado, en la noche, al tercer día después de sus sufrimientos y muerte, el Señor Jesucristo, con el poder de su Divinidad, resucitó, es decir, resucitó de entre los muertos. Con su cuerpo humano transfigurado, Él salió del sepulcro sin quitar la piedra, sin romper el sello del concilio (Sanedrín) e invisible a la guardia. Desde este momento los soldados, sin saberlo ellos mismos, cuidaban un sepulcro vacío.

Repentinamente ocurrió un gran terremoto y del cielo bajó un ángel del Señor. Este, tocando la piedra, abrió la entrada al sepulcro del Señor y se sentó sobre ella. Su aspecto era como de un relámpago y su vestimenta blanca como la nieve. Los soldados que montaban guardia delante del sepulcro cayeron en pánico y quedaron como muertos y, luego de volver en sí, del miedo salieron despavoridos.

Este día (el primer día de la semana) inmediatamente al terminar el reposo del Sábado, muy temprano al amanecer, María Magdalena, María de Jacobo, de Juan, Salomé y otras mujeres, llevando la mirra aromática preparada, fueron hacia el sepulcro de Jesucristo para ungir su cuerpo, así como ellas no pudieron hacerlo durante el entierro. (La iglesia llama a estas mujeres las portadoras de mirra, o miroforas).

Ellas todavía no sabían que el sepulcro de Cristo estaba custodiado por la guardia y que la entrada a la cueva estaba sellada. Por eso ellas no esperaban encontrarse con nadie y decían entre sí: "¿Quién nos quitará la piedra de la entrada al sepulcro?" La piedra era muy grande.

María Magdalena, habiéndose adelantado a las otras mujeres portadoras de la mirra, fue la primera en llegar al sepulcro. Todavía no amanecía, era oscuro. María, viendo que la piedra había sido quitada de la entrada al sepulcro, de inmediato corrió hacia donde estaban Pedro y Juan y les dijo: "Se llevaron al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo colocaron!" Habiendo escuchado aquellas palabras, Pedro y Juan corrieron de inmediato al sepulcro.

María Magdalena corría detrás de ellos. En ese tiempo, llegaron al sepulcro las otras mujeres, las que caminaban con María Magdalena. Ellas vieron que la piedra había sido quitada de la entrada del sepulcro. Y cuando repentinamente pararon, vieron al destellante ángel sentado sobre la piedra. El ángel, dirigiéndose a ellas, les dijo: "No temáis pues sé que vosotras buscáis al Jesús crucificado. Él no está aquí. Él resucitó, como lo había dicho aún estando con vosotros. Acercados y mirad el lugar donde el Salvador estuvo acostado. Y después id rápidamente y decid a sus discípulos que Él resucitó de entre los muertos."

Ellas entraron dentro del sepulcro (la cueva) y no encontraron el cuerpo del Señor Jesucristo. Pero, volteándose, vieron al ángel con vestimentas blancas, sentado a la derecha del sitio donde fue acostado el Señor. Entonces a ellas los envolvió el pánico. El ángel les dijo: "No os asustéis. El buscado Jesús de Nazaret, crucificado, resucitó. Él no está aquí. Este es el sitio donde Él fue colocado. Pero id y decid a sus discípulos y a Pedro (el cual, por su negación, se había separado del número de los discípulos) que El los recibirá en Galilea. Allí vosotros lo veréis como Él os había dicho."

Ante las mujeres, paradas y aturdidas, de repente aparecieron dos ángeles con resplandecientes ropajes. Las mujeres, por el miedo, se tiraron al suelo y tocaron con sus caras la tierra. Los ángeles les dijeron: "¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos? Él no está aquí. Él resucitó. Recordad cómo El os decía a vosotros cuando estaba todavía en Galilea. Os decía que al Hijo del Hombre le esperaba todavía ser entregado a las manos de los pecadores y ser crucificado y resucitar al tercer día."

Entonces las mujeres recordaron las palabras del Señor. Ellas, con temblor y temor, salieron del sepulcro y corrieron. Luego, todavía con temor pero con gran regocijo, fueron a informar a los discípulos. Por temor, por el camino no habían dicho nada a nadie. Habiendo venido donde los discípulos, las mujeres contaron todo lo que habían visto y oído. Pero a los discípulos les parecieron sus palabras vacías y ellos no les creyeron.

Mientras tanto, al sepulcro del Señor llegaron Pedro y Juan. Juan corría más rápido que Pedro y llegó de primero al sepulcro, pero no entró dentro del mismo sino que, inclinándose, vio las sábanas dobladas. Detrás de él llegó Pedro corriendo y, entrando al sepulcro, vio solamente las sábanas dobladas y el sudario, que había envuelto la cabeza de Jesucristo, colocado no con las sábanas sino enrollado en otro lugar distinto de aquellas. Detrás de Pedro entró Juan quien, viendo todo aquello, creyó en la resurrección de Cristo. Pedro, asombrado, se maravillaba por lo ocurrido.

Después de esto, Pedro y Juan regresaron a sus casas. Al irse Pedro y Juan, María Magdalena, quien había llegado corriendo junto con ellos, se quedó al lado del sepulcro. Ella estaba parada y lloraba a la entrada de la cueva. Y mientras lloraba, se inclinó y miró dentro de la cueva (el sepulcro) y vio a dos ángeles con vestimenta blanca, sentados uno a la cabecera y el otro a los pies donde había estado acostado el cuerpo del Salvador. Los ángeles le dijeron: "¡Mujer, ¿porqué lloras?" María Magdalena les contestó: "Se llevaron a mi Señor y no sé dónde lo colocaron."

Dicho esto, ella se volvió hacia atrás y vio a Jesucristo parado ahí pero, debido a la gran tristeza que la embargaba y las lágrimas, además de su seguridad de que los muertos no resucitan ella no reconoció al Señor. Jesucristo le dice: "¡Mujer, ¿porqué lloras? A quién buscas?" María Magdalena, pensando que ése era el jardinero de ese jardín, le dice: "Señor, si tú lo sacaste, dime dónde lo colocaste y yo lo tomaré." Entonces Jesucristo le dice: "¡María!"

La voz bien conocida por ella la hizo volver en sí de la tristeza y ella reconoció que delante de ella estaba parado el mismo Señor Jesucristo. Ella exclamó: "¡Maestro!" y, con una alegría indescriptible, se lanzó a los pies del Salvador y de la alegría ella no se imaginaba en sí toda la grandeza de este momento.

Pero Jesucristo la detuvo señalándole el Santo y Gran Sacramento de su resurrección, le dijo: "No me toques pues todavía no ascendí al Padre Mío. Pero ve con mis hermanos (es decir, discípulos) y diles a ellos que asciendo al Padre Mío y al Padre de vosotros y al Dios Mío y al Dios de vosotros."

Entonces María Magdalena se apresuró a donde los discípulos del Señor con la noticia de que había visto al Señor y de aquello que Él le había dicho. Esta fue la primera aparición de Cristo después de la resurrección.

Por el camino, María Magdalena alcanzó a María de Jacob, regresando así mismo del sepulcro del Señor. Cuando ellas juntas estaban caminando para avisar a los discípulos, repentinamente el propio Jesucristo se les apareció y les dijo: "Alegraos."

Ellas, acercándosele, se agarraron de sus pies y le reverenciaron. Entonces Jesucristo les dijo: "No tengáis miedo. Id y avisad a mis hermanos para que ellos vayan a Galilea y allí me verán a Mí." Así, el Cristo resucitado apareció por segunda vez.

María Magdalena, junto con María de Jacob, llegaron donde estaban los once discípulos y a todos los demás que estaban lamentándose y llorando, y les anunciaron la gran alegría. Pero ellos, habiendo escuchado de ellas que Jesucristo estaba vivo y ellas lo habían visto, no se lo creyeron.

Después de esto, Jesucristo se le apareció por aparte a Pedro y lo convenció de Su resurrección (la tercera aparición). Solamente entonces muchos dejaron de desconfiar en la realidad de la resurrección de Cristo, aunque quedaron todavía no creyentes entre ellos.

Pero antes que a cualquiera, como testimonio desde la antigüedad de la Santa Iglesia, Jesucristo alegró a su Santísima Madre notificándole a ella, a través del ángel, sobre su resurrección.

Mientras tanto, los soldados que cuidaban el sepulcro del Señor, despavoridos por el miedo llegaron a Jerusalén. Algunos de ellos fueron con los primo-sacerdotes y les informaron de todo lo que había ocurrido en el sepulcro de Jesucristo.

Los primo-sacerdotes, habiéndose reunido con los ancianos, hicieron un concilio. Con su maldad y terquedad, los enemigos de Jesucristo no quisieron creer en su resurrección y trataron de esconder este evento del pueblo. Para eso compraron a los guardias (los sobornaron). Dándoles mucho dinero ellos les dijeron: "Decid a todos que sus discípulos vinieron en la noche y lo robaron mientras vosotros dormíais. Y si este rumor llega al gobernador (Pilatos), entonces nosotros nos preocuparemos por vosotros delante de él y os liberaremos de los problemas." Los soldados tomaron el dinero y así actuaron, como estaban enseñados. El rumor corrió entre los hebreos por lo cual, muchos de ellos, y hasta hoy en día, creen en esto.

El engaño y la mentira de este rumor son visibles a cualquiera. Si los soldados hubieran estado dormidos, no hubieran podido ver nada. Pero si vieron, esto significa que no dormían y hubieran detenido a los ladrones. La guardia debe estar atenta y vigilar. Es imposible imaginarse que la guardia, formada por varias personas, se hubiese quedado dormida. En el caso de que estos soldados se hubiesen dormido, les correspondía un gran castigo. ¿Por qué entonces no los castigaron sino que les dejaron tranquilos (hasta los gratificaron)? ¡Y acaso los asustados discípulos, que por el miedo se encerraron en sus casas, se hubiesen atrevido sin armas ir en contra de los soldados romanos armados, por un asunto tan insignificante? Además, ¿por qué era necesario que hicieran esto cuando ellos mismos habían perdido la fe en su Salvador? ¿Cómo hubieran podido quitar la gran piedra sin despertar a nadie? Todo esto es imposible.

Por el contrario, los mismos discípulos habían pensado que alguien se había llevado el cuerpo del Salvador, pero al haber visto el sepulcro vacío, ellos entendieron que, después de un robo, las cosas no ocurren así. Y, al final, ¿por qué los jefes judíos no buscaban el cuerpo de Cristo y no castigaron a los discípulos? Así, los enemigos de Cristo trataron de opacar el trabajo de Dios, con burdos chismes llenos de mentiras y engaños, pero todos ellos fueron sin valor contra la verdad.


Extraído del libro "La Ley de Dios" del Protopresbítero Serafin Slovodskoy

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